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Literatura Logarítmica

Hace diez años uno tenía que dictar por teléfono un artículo, grabarlo en un disquete o acercarse a la oficina para escribirlo allí. Para fijar el contexto hay que señalar la coincidencia de dos nacimientos en el año 1998: la revista El Duende y el buscador Google.

Hace diez años sí había ordenadores -de hecho, creo que fue El amor en los tiempos del cólera la novela en lengua española que ha quedado en la historia como la primera en ser escrita completamente en ordenador, creo que un Commodore, o algo así-, pero no se había popularizado Internet. Uno tenía que buscar la información más o menos del mismo modo en que se había hecho a lo largo de los siglos anteriores: desplazándose a bibliotecas y archivos, fatigando librerías y demás. Internet, y en particular la revolución que supuso un motor de búsqueda como Google, ha transformado de un modo radical no sólo la literatura, sino el modo de asumirla y de procesarla.

Ricardo Piglia ha meditado sobre la revolución que ha suscitado el disponer del volumen de información del que ahora disponemos a través de la web. Basta con teclear unas palabras en el buscador para tener a nuestra disposición la documentación que antes no encontraríamos en ninguna biblioteca. La velocidad de circulación de la información, la accesibilidad de la misma no han modificado un hecho esencial, según Piglia: seguimos precisando del mismo tiempo para leer. Sea en un libro, sea en una pantalla, nuestros ojos siguen la misma velocidad, nos dice, y necesitamos el mismo tiempo para asimilar lo leído, para convertir la literatura en experiencia propia. De hecho recurre a un hallazgo de Macedonio Fernández para hablar de un nuevo tipo de lector, un "lector salteado y de percepción distraída". Quizá el lector del futuro es ese lector salteado, que pica de unas y otras lecturas -distintos sites-, que compagina varios asuntos -varias pestañas del navegador-, y que se ve fácilmente distraído por otros estímulos -pop ups, la televisión, el teléfono, etc-. La realidad irrebatible nos muestra que Internet ha llegado para transformar de un modo radical la concepción de la literatura.
Lo curioso es que esto que sí parecen conocer los usuarios de la literatura, lo desconocen sus generadores -esto es, los autores, editores y libreros-. Frente a otras industrias culturales -no vamos a hablar de actividades a secas en un mundo que es, en puridad, un mercado-, la editorial ha sido refractaria a sumergirse en Internet. Más todavía con la manía persecutoria de algunos agoreros que profetizan la extinción del libro -¿mató la web a la estrella de las librerías?, ¿los autores de best-sellers en peligro?, ¿una legión de lectores con criterio y sin obligaciones comerciales hablando en la red con honestidad de la bazofia, léase comida rápida, empaquetada bajo seductores títulos como "La sombra del mar" o "La catedral del viento"?-, y con la poca capacidad de renovación de los libreros patrios -no hay nada comparable a Amazon en el mercado en español-, o de las editoriales, que tan sólo ahora están comenzando a intuir las posibilidades de promoción de Internet -las webs hispanas dan un poco de pena al lado de las anglosajonas, la verdad-.

Pero lo verdaderamente importante no es tanto el mercado y cómo ha asimilado la existencia de Internet sino el modo en que la generalización de esa presencia tecnológica ha influido en la creación. A tenor de lo que se ve por estos pagos, la influencia ha sido poca por no decir casi inexistente. La mayoría de los autores siguen elaborando sus tramas sin que se note que estamos en el siglo XXI. Apenas hay ordenadores, móviles, no digamos ya Internet. Si mañana nos extinguiéramos y un estudioso tuviera que reconstruir cómo era nuestra vida con la gran mayoría de la narrativa española, resultaría que seguiríamos viviendo en el plató de "Cuéntame" -a lo mejor de ahí viene el éxito de la serie, de que, en realidad, habla del día a día que estamos dispuestos a ver, o para el que estamos preparados, tanto da-.
Aunque para encontrar lo verdaderamente significativo habría que ir más al fondo. Ya hay autores jóvenes que hablan de la tecnología que tienen a mano pero de modo superficial, meramente cosmético. Ahí está el fenómeno del nocillismo, en pleno auge, donde se han conformado con cambiar los panfletos clandestinos y los campanolos de la transición por otakus y archivos JPEG que dan color al relato, sin, realmente, modificar el concepto narrativo en que se sustentan. La literatura española está todavía asimilando el distinto modo de concebir la realidad que supone la existencia de un mundo alternativo que va convirtiendo en realidad los fantasmas que imaginó Borges. La biblioteca de Babel, el libro de arena, la existencia de Funes están ya aquí. Quizá Uqbar anda a la vuelta de la esquina.

Texto: Antonio Jiménez Morato.

Ilustración: Nuria Cuesta.

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