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Lino Escalera
Una flor en un yermo 
 
Por Rubén Arribas · Retrato: Aránzazu Díaz Huerta
 
No sé decir adiós es un viaje emocional tan sincero y honesto que se instala en lo más profundo de nuestra alma. Tiene tanta verdad como encierra el personaje y la magistral clase de interpretación de una sublime Nathalie Poza acompañada de unos soberbios Juan Diego y Lola Dueñas. Tras triunfar en el Festival de Málaga y tener un unánime éxito en la crítica, es una seria candidata a sonar en los Goya. La ópera prima de Lino Escalera se estrenó el 19 de mayo. 
 
Lino escalera lo conozco desde la infancia. Hemos crecido en los mismos veranos, bajos los mismos pinos, rocas, canciones y amigos, en la sierra de Madrid. Y si No sé decir adiós es una película que indaga en la incomunicación, en los silencios, en lo que no contamos y en cómo afrontamos el dolor en nuestras vidas, reconozco que su trabajo me ha cogido por sorpresa y conmocionado como una de las películas que contiene más verdad y menos artificio en mucho tiempo en nuestro cine. Aunque, bien es cierto, que en sus cortometrajes Desayunar, comer, cenar, dormir o Elena quiere, ya mostraba una gran capacidad para retratar las emociones y los interiores del alma con gran pulso poético, con No sé decir adiós nos da una lección de cómo contar una historia de manera sencilla y a la vez profunda y conmovedora. 
 
La película se adentra en la relación de dos hermanas, Carla (Nathalie Poza) y Blanca (Lola Dueñas), con su padre gravemente enfermo; un Juan Diego que está increíblemente sobrio en un trabajo que habrá que añadir a sus mejores, lo que es mucho decir. Pero, para mí, el personaje de Nathalie Poza es, desde ya, uno de los grandes de nuestro cine, y su actuación una de las más memorables. Da vida a una mujer adicta a la cocaína que, incapaz de hacerse con las riendas de su propia vida, tiene que lidiar con la grave enfermedad de su padre regalándonos un personaje tan de carne y hueso, cercano y hosco como hondo. No me extraña que la actriz, con 45 años y toda una carrera en cine y en teatro a sus espaldas, haya dicho que es el mejor personaje que le ha ofrecido el cine. 
 
Lino Escalera lleva casi media vida manteniendo la ilusión pese a ganarse la vida como profesional del cine. Después de estudiar dirección en Nueva York, triunfar con sus cortometrajes y trabajos para publicidad, ha conseguido sacar su primera película, un proyecto que le ha llevado más de cuatro años y que ha sufrido innumerables problemas, hasta el punto de paralizarse en distintos momentos. Aunque no conociera de nada a Lino, apoyar esta película donde prima la calidad y la profesión, por encima de cualquier artificio, me parece una obligación para el que quiere un futuro mejor para nuestro cine. 
 
 
¿En qué momento decidiste que te querías dedicar al cine? Terminé COU y estaba muy perdido. Mi padre tenía una empresa y quería que me hiciera cargo de ella y que estudiara empresariales. Empecé ICADE y sentía que no era mi sitio. Tendría 20 o 21 años cuando me decidí a estudiar dirección. Siempre dibujé comics de pequeño y, como mis hermanos me sacaban tantos años, aprendí muy pronto a inventarme historias. 
 
¿Hubo alguna película o director que te marcara antes de saber que querías ser director? Sin duda, como a mucha gente de nuestra generación, Star Wars. 
 
¿Cuál es la historia de No sé decir adiós, desde que decides rodarla hasta que lo consigues? Después de haber hecho varios cortos, tenía claro que quería dar el paso hacia el largometraje. Busqué un guionista que le aportara calidad a los diálogos. Tenía el germen: una hija y un padre, los dos enfermos. Ella con una enfermedad emocional, una mujer rota que se tiene que enfrentar a la enfermedad terminal del padre. Conocí a Pablo Remón, el guionista, en 2009. Le interesó lo que había y comenzamos un proceso que fue muy lento, de dos años. Decidí irme a México y fue allí donde me enteré de que nos habían dado una ayuda. Contacté con la productora La Zona, que por aquel entonces acababa de ganar varios Goyas por No habrá paz para los malvados, de Enrique Urbizu. Era el año 2012 y cambió el gobierno, todo se vino al traste y la productora se salió del proyecto. Pero en el 2013 recibimos una ayuda a la producción y repuntó. Aun así, faltaban más patas para la financiación de un drama familiar, de una película media, y llegó el momento donde teníamos que devolver la ayuda o lanzarnos a la piscina.
 
Una temática como el cáncer, que por desgracia nos afecta a todos más o menos cerca, podría echar atrás a alguna persona. ¿Qué les dirías para que fueran a verla? No es una película que vaya sobre el cáncer o cualquier otra enfermedad terminal. La película va de cómo se lidia con esa situación. Y dentro de este marco dramático es una película muy de verdad con momentos de amor donde es muy fácil empatizar con los personajes. Se apela de manera muy honesta a ciertas emociones, pero sin meter el dedo en la llaga. No buscamos la lágrima fácil. Es una película muy de corazón, muy humana, con momentos más duros y otros más tiernos y hasta cómicos. Por encima de todo está la familia y la relación entre dos personajes tan hoscos ante su despedida. 
 
¿Cómo se asimila tanto éxito de crítica antes del estreno? Estoy muy contento, pero todavía no ha llegado el momento en que todo esto haya calado. La pena es que, en este país, al final, eso no significa nada. Tienes que estar con pico y pala todos los días. Mi intención es llegar a los Goya y todavía queda muchísimo trabajo con la película.
 
¿Y cómo afronta la taquilla un director? Con la tranquilidad más absoluta porque cualquiera que hace una película como esta en este país, no puede esperar nada. Es una pena, pero es así.
 
¿Hay mucho sobre ti en el guión? Sí, evidentemente. Y eso lo vas descubriendo a medida que haces la película. Yo no me planteo 'quiero contar esta parte de mí' sino que al final surge durante el proyecto. Sobre todo, hay muchas conexiones con el personaje de Carla y con una de las grandes temáticas de la película, que es la familia. No es autobiográfica, pero tiene muchas intersecciones con mi vida. Pablo Remón es un gran escritor y el guion nunca falló. Todos teníamos la sensación de estar en el mismo barco.  
 
Es una película muy comedida y sencilla, pero inmensa en lo que no cuenta. Hay mucho subtexto. Está muy bien dosificado lo que se dice y lo que no se dice. Pero también hay mucho trabajo por parte de los actores. 
 
El personaje de Carla (Nathalie Poza) es uno de los más complejos y emotivos de nuestro cine. Todo se construye alrededor suyo. Es una mujer muy dañada, con unas heridas forjadas en su infancia, que no ha logrado curar. Es muy frágil, pero para sobrevivir en la vida ha tenido que blindarse, y en ese blindaje ha dejado fuera otras muchas emociones y sentimientos, como la ternura o el amor. Es una superviviente, una mujer que se hizo a sí misma, dura, pero, a la vez, terriblemente dañada. No soporta la debilidad en otros porque ve reflejada la suya propia. Es igual que su padre, ha heredado todo ese hermetismo, esa manera tan terca de lidiar con las emociones y los sentimientos. En Australia, mi cuarto cortometraje estrenado justo antes de la película, abordo ya este mismo personaje también con Nathalie Poza, que crece y se desarrolla en ésta.  
 
Y el papel de su hermana Blanca (Lola Dueñas) es la otra cara, la elección de una vida estable, pero que también se cobra un peaje. Son completamente opuestas, pero, al final, también comparten muchas cosas. De hecho, comparten la misma herida, sangran por el mismo lado, porque han compartido la infancia. Blanca es la mayor, y cuando muere la madre esto le obliga a ser su sustituta, casarse y llevar una vida responsable y programada. Tiene un carácter más dócil, una persona que actúa de pegamento familiar, de colchón. Su relación con su marido y con su hija no fluye. No sabe decir adiós a ciertas cosas. Es también un personaje muy confundido que intenta recuperar su voz.
 
¿Cómo ha sido rodar con Juan Diego? Ha sido un placer. Juan había hecho ya una película con Pablo Remón, y el guion le encantó. Aceptó unas condiciones económicas que nunca hubiera aceptado de otra forma. Estuvo desde el principio a favor de película y pienso que nos caímos bien, que entendía lo que quería transmitir. Hubo confianza mutua e hizo muy fácil el rodaje. Es un maestro, es historia viva del cine español. Me llama 'el cositas' porque al terminar cada escena yo le decía: 'perfecto, está perfecto, sólo una cosita'.
 
Impresiona su evolución, su lucha, su respiración… Ha hecho un trabajo impresionante en construir el personaje, sobre todo en el tema de la enfermedad. El momento más brutal de todos fue cuando llega Lola Dueñas al hospital. De repente empiezan a sonarle los bronquios con unos pitidos que al principio no sabíamos de dónde venían y casi paro la toma. Cuando vimos que eran de Juan Diego no podíamos creérnoslo. El rodaje fue duro, a veces en el hospital convivíamos con enfermos, a mí se me saltaban las lágrimas.
 
Tu manera de contar, de narrar ¿es natural o es una búsqueda premeditada? Surgió de una manera muy natural a raíz del segundo corto. Es una manera muy íntima de narrar que me surge de manera espontánea. Recuerdo a dos cineastas que me marcaron, que son Antonioni y Ozu. Los descubrí en Nueva York, en uno de esos videoclubs enormes y en cines con ciclos de películas antiguas. Me sentí muy identificado con esa manera de contar, con esa contención.
 
¿Cómo escoges los lugares del rodaje de la película? ¿Son también protagonistas? Todos los interiores de Barcelona son en Girona por una cuestión de producción, pero se supone que toda la película transcurre entre Barcelona y Almería. Buscábamos una geografía dura como la de Almería que entroncase con la personalidad de los personajes, y también reflejar como estaba España y si me apuras Europa hace unos años. Un sitio desolador, una sensación de frialdad.
 
¿Sabes cómo te gustaría que fuera tu próxima película? Lo que tengo muy claro es que no puedo volver a hacer películas con esta dinámica y precariedades. Ahora mismo hay dos guiones en desarrollo, uno con Pablo y con Dani, los hermanos Remón, y otro con otro guionista. Uno es un thriller de encierro y el otro es una película más extraña, pero ambas dos apuestan por el presupuesto. La idea es vivir de esto dignamente. 

Lino Escalera. Una flor en un yermo