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Sonic Youth

1998

Cómo sobreviví a mi primer festival

“¿Pillar sombra? ¿Llegando el viernes?, ¡ja!” Acababa de llegar y mi vecino de acampada se estaba burlando de mí. Eran los tiempos heroicos. Ni pase, ni hotel. Pertenecíamos a la casta festivalera más baja: entrada de pago y tienda de campaña. “¿Y los escenarios?”, pregunté. “A dos kilómetros”, señaló el mismo listillo. Bajón. Joder, por definición, en un festival los escenarios están al lado de donde se duerme ¿no? Pues no. Pagué la mala leche con los grupos: La Habitación Roja, unos moñas; Super Furry Animals, unos raros; Tindersticks, unos payasos sobreactuados; PJ Harvey y Sonic Youth, cometieron la herejía de no tocar sus clásicos. Veredicto: unos pedantes. Todo me parecía una mierda pero, bendita juventud, me retiré con la misma satisfacción que si hubiera desollado vivo al gracioso que había llamado a aquel secarral “zona de acampada”.

Desperté descubriendo que el sol levantino machacando una tienda de campaña puede ser mortal. Joder, aquí no se duerme. Afuera la acampada es un San Fermín perpetuo sin ley ni orden. A las duchas. Todos muy modernos, pero nadie se quita el bañador. Mi cabreo amenazaba con hacerse crónico, pero, en mi memoria el sábado es una tarde soleada, compartir jarras de cerveza fría y muchos conciertos seguidos que me hicieron disfrutar como a un tonto: Luna, Placebo y Teenage Fan Club. Era pop luminoso y apetecía. Hasta St. Etienne, que me apestaban, me gustaron. El resto de la noche ya me dio igual. Los Jesus fueron tan horribles como nos habían contado que eran y Chemical Brothers… eso era tecno, tío, y a mí me la traía floja el tecno.

El domingo nuestro ánimo era parecido al de un ejército en retirada. En mi espalda había una muesca por cada piedra de debajo de mi tienda. Habíamos comido mal y bebido mucho durante días, y Björk me caía mal desde que compré el primer disco de Sugarcubes flipando con Birthday y el resto me pareció un truño mayúsculo. Cuando empezó su concierto estaba en una barra, a, no sé ¿100 metros? Lejos. Pero flipé. Los músicos estaban en penumbra y un foco solitario se centraba en ella. Aquella enana osaba enfrentarse a pelo a 20.000 personas. Instintivamente comencé a acercarme al escenario. Para cuando quise darme cuenta estaba a unos metros, boquiabierto, atónito ante aquella demostración inesperada de poderío. Fue majestuoso. Se ganó mi respeto para siempre.

Estaba asimilando la experiencia cuándo salieron Primal Scream. Les había visto 10 años antes, cuando eran hippies y tocaban tonadillas infames en pleno revival de The Byrds. No esperaba mucho, pero empezaron como una tormenta eléctrica. En las pantallas gigantes se proyectaban imágenes de manifestaciones rusas, disturbios del 68, policías acorralados en Belfast,… el pueblo enfrentándose al orden y ganando. Un subidón de media hora, hasta que de repente apareció un stuka cayendo en picado y todo dio la vuelta: manifestantes apaleados, los tanques en Tiananmen, ejércitos marchando victoriosos. Los hijos de puta se habían convertido en una cínica y magnífica máquina de rock´n´roll. Fue acojonante.

Terminé agotado y pensando que la ulcera era inminente. Según las crónicas lo que a mi me pareció lo peor fue justo lo bueno. Pero he vuelto siempre que he podido. Cuando pienso en el por qué, creo que es porque esto de los festivales es como cuando tu equipo gana en el último minuto: tras horas de infierno, hay un momento inesperado de alegría indescriptible y el recuerdo dura toda la vida.

 

Texto: Iñigo López Palacios

Fotos: (en esta noticia) Kim Gordon (Sonic Youth) por Archivo Maraworld/Óscar L. Tejeda / (en sumario) Björk Archico Maraworld/ÓscarL. Tejeda


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1998. Cómo sobreviví a mi primer festival