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Paraíso festival. Y Madrid se abrió a la electrónica.

Por Andrés Castaño.

Ya era hora. A Madrid le faltaba un evento donde la música electrónica fuera el ingrediente principal. Y gracias a los hermanos Morán, eso ya es una realidad. Paraíso festival eligió como escenario una ubicación conocida, el recinto del Campo de Rugby de la Universidad Complutense. Esperemos que este festival cuaje y sea una buena opción para acoger los sonidos electrónicos en la capital. Se lo merece la nutrida y rica oferta de este género musical.

La lluvia durante todo el día del viernes fue incapaz de distorsionar el Paraíso. Únicamente retrasó una hora el inicio del festival. El cartel resultaba apetecible por los directos de bandas que tocan la electrónica en todos sus espectros, y por la jugosa diversidad de djs. El recinto estaba bien servido de barras y algunos puestos de comida, y hasta contaba con un espacio de videojuegos donde explayarte. Un festival de música electrónica con otros elementos. El ambiente era distendido y muy disfrutón: un público dispuesto a dejarse llevar por la música. Y potenciar ese viaje con otros ingredientes.

Los primeros djs sirvieron para calentar. Tralla techno con la productora británica Kelly Lee Owens en un set que prometía una sesión sin concesiones. El francés Sahalé gustó por ese house con sonoridades, voces y ambientes magrebíes. El también británico Danny L. Harle fusionaba, con arte y buen manejo técnico, electrónica y estilos populares como el reggaetón, a través de hits universales. Todo con mucho arte, aunque no convenció a todos los de gusto ecléctico. 

La jornada del viernes deparó, también, tres conciertos en el escenario principal que fueron de menos a más. El trío sueco HVOB fue una grata sorpresa, con una puesta en escena a base de programaciones, teclados, batería y una vocalista con un timbre de esos que te seducen desde el primer momento. Muy acorde con unas canciones que se mueven en el synth pop con matices densos y cierta atmósfera oscura.

Después vinieron los islandeses GusGus, en formato dúo, con un programador, teclista, disparando melodías, bases y ritmos, y un cantante pintoresco que resultó adoptar a la perfección el papel de buen ‘frontman’ y ‘showman’. Rememoraron sus álbumes de finales de los 90 y principios de los 2000. Con su espíritu festivo y esa mezcla de big beat, eurodisco y synth pop. Muy adecuado para ese momento ‘revival’ y para el ambiente festivo de un festival.

Y le tocó el turno a Kiasmos, la joya de la corona, el dúo también islandés, con tan solo dos álbumes. Una de las mejores bandas en directo a base de un concepto de electrónica suave, pero con momentos álgidos de transiciones y subidones. Su primer disco nos sedujo y quienes los pudieron ver en el Primavera Sound de 2016 o en el Mad Cool de 2017, saben de qué hablo. Melodías sugerentes, desarrollos con empaque, buen manejo de los tiempos para saber cómo llegar al culmen. También demostraron actitud y profesionalidad. A pesar de trabajar con máquinas. Se encargaban de jalearse, de animar al público y de verles encantados en su papel de músicos en directo.

El sábado fue una especie de coitus interrumptus, porque servidor tenía que ejercer de dj a medianoche. Vimos pinceladas de Ibeyi y Tune-Yards que nos gustaron por su disparidad, la world music de las primeras con capas de electrónica y el indie-rock de los segundos, con un cut and paste en toda regla. Las sesiones de Yanik Park y Dekmantel Soundsystem fueron cremita, variedad, muchos estilos con solera de esos que tocan las raíces y se contaminan de ritmos sintéticos. Para ese baile que empieza a emerger pero que no lleva aún al desenfreno. Floating Points era otra de las sesiones estelares del festival que vimos de aquella manera. Y llegó el concierto estelar de Róisín Murphy. La que fuera vocalista de Moloko y con una excelente carrera en solitario, salió en plan diva, y me resultó fría, pese a una voz portentosa y unas canciones que tienen pegada, dentro de ese pop electrónico con tintes discofunk. Ojalá el año que viene haya más paraíso, Madrid lo merece.

Paraíso festival. Y Madrid se abrió a la electrónica