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Desvarío

Por Manuel Barea Ilustración: Nuria Cuesta

Manuel Barea (Sevilla, 1990) es uno de los 'niños prodigio' de la literatura española actual. En los descansos entre examen y examen de fin de carrera, escribió su novela debut, Vertedero, y el texto no solo ganó el Premio Valencia de Novela Negra 2014, sino que muchos, como el Bukowski español Montero Glez, lo consideran uno de los mejores títulos publicados este año que termina. Se trata de una novela negra en la que una especie de Quijote del Lumpen intenta vengarse de los narcos y los policías corruptos que han destrozado su barrio.

Este es su homenaje a obra de Kafka.

Durante los últimos días no he hecho más que dormir. Según parece, acabo de mudarme. Desde esa habitación —lo que veo por la ventana: un muro de ladrillo parduzco con gotas de pintura blanca, un cordel y otra ventana tapada con cartones— la nueva ciudad se me antoja tan prometedora como desagradable. Pienso que es una afirmación a la ligera teniendo en cuenta que está basada en la reducida visión que ofrece una ventana.

Me incorporo y poso los pies sobre la pequeña alfombra de colores que no he visto antes. La habitación está en penumbra. Entra un haz de luz fría y plateada. Mastico mi propia saliva. Cojo una manta que está a punto de caerse de la cama y me la coloco encima. Cuelga hasta la cintura. Ando descalzo hasta el cuarto de baño (no es difícil localizarlo, su puerta está abierta y frente a la de la habitación; diviso el váter en la oscuridad), enciendo la luz y orino una gran cantidad de líquido espeso y maloliente.

Después deambulo —la bombilla del baño sigue encendida— hasta encontrar la cocina. Lo único que veo son las sombras que proyecta la luz biliosa del baño sobre unos cuantos muebles de abuela, un calentador, una mesa baja de Ikea y varios cables en el suelo. No sé qué se encuentra a mis espaldas, me duele demasiado el cuello como para girarme. Tan solo puedo acurrucarme con las rodillas contra mi pecho e improvisar una réplica a baja escala del efecto invernadero con el calor del vaso de leche y la manta sobre mí. Contrasta con la sensación gélida que desprende el suelo y se me pega a las plantas de los pies.

Saco la cabeza de la manta y ante mis ojos aparece una foto en la que se pueden ver personas que no conozco. Una pareja de mediana edad y un niño. Sonríen ampliamente, el padre no tanto. Eso es otra concesión que hago, la de intuir que son padre, madre e hijo. Intento acordarme de dónde viven mis padres. Luego de quiénes son. Tal vez una familia de clase media como otra cualquiera, con dificultades para llegar a fin de mes. Hipoteca, lavadora, cartas en el buzón, un paraguas, un perro, la tarjeta del Corte Inglés.

O una de esas con casa en la playa, empleada del hogar, dos todoterrenos, una suegra entrometida y bodega en el sótano. No lo sé. Tampoco sé si el resto de la familia será así, primos malcriados, tíos borrachuzos o abuelas cicateras. No podría decir si todos ellos existen. O si están muertos. Si tengo amigos o no. Si alguna vez los tuve. Dejo el vaso sobre la mesa de Ikea. No puedo ver mucho más. El resto de fotos tienen un barniz negro. Amigos que dejaron de serlo. Es decir, fotos que ya no sirven para nada. No hay personas en ellas. Y si las hay no veo sus caras. No tengo ni idea de cómo es la cara de mi padre ni de mi madre, de si tengo esposa o novia ni de cómo es su cara. Intento recordar, lo intento, hago todo lo humanamente posible.

Humanamente, sí.

Me recuesto en el sofá. No soy capaz. Me arde la cabeza. La cara. Tampoco recuerdo cómo es mi cara. La luz que se desprende del cuarto de baño vibra sobre las baldosas del suelo. Hay arañazos en la pared. Recuerdo que me he despertado después de haber dormido durante días y que he ido a orinar al cuarto de baño. Creo haber visto un espejo sobre el lavabo. No he reparado en lo que se ha reflejado en él. Me levanto y me dirijo a la ventana del salón y subo la persiana. Tengo que cerrar los ojos. Cuando los abro hay un muro de ladrillo parduzco y un cordel y un cielo de tormenta enmarcado en una nebulosa gris.

Me doy la vuelta y contemplo la casa a la que acabo de mudarme. Es de lo más normal. No muy grande, pero acogedora. No sé por qué estoy en ella. No sé por qué estoy solo. Luego llego al cuarto de baño —dejo que la luz siga encendida— y me coloco frente al espejo. El suelo está húmedo, las plantas de mis pies ennegrecidas. La manta que llevaba sobre los hombros se ha caído en algún punto del camino. Empiezo a oír un repiqueteo sobre mi cabeza. Algunas gotas de agua aterrizan en el cristal de las ventanas. Suena como el caminar de cientos de cucarachas.

Pienso que he de comprobar las tuberías. Y el gas. Si voy a vivir aquí. Luego miro al espejo. Veo lo que se refleja en él. Y me pregunto cuándo he dejado de ser humano.

Desvarío. Manuel Barea