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Antártida: mito y realidad

Por Mario Cuesta

Ningún continente concita tanto la imaginación como la Antártida, el inhóspito territorio donde se gestan las epopeyas y la naturaleza resulta amenazante. ¿Pero cuánto de ello es real en el siglo XXI?

A mitad del verano austral, en febrero de 2017, subí al buque oceanográfico Hespérides con un operador de cámara y un sonidista dispuestos a grabar un documental y escribir un libro sobre la Antártida. No queríamos indagar en sus maravillas naturales o en la historia de sus exploradores, sino en el espíritu antártico, es decir, en la Antártida política. En 1959 doce países firmaron el Tratado Antártico. Desde entonces el continente pertenece a la Humanidad, se prohíben las maniobras militares y está consagrado a la ciencia y a la protección del medio ambiente. Ese espíritu no se ha quebrantado en seis décadas. ¿Pero cuánto es real y cuánto hipocresía?

El primer paso consistió en atravesar el temido canal de Drake (mar de Hoces, para los países hispanohablantes hasta hace un siglo... y para GoogleMaps, que reconoce ambas nomenclaturas), considerado el mar más agitado del mundo. Alrededor de la Antártida la corriente circumpolar y el viento giran sin que los detenga ningún obstáculo, acumulando una potencia que descargan sobre los barcos. Durante siglos estos 900 kilómetros ponían a prueba a marinos y embarcaciones. En cambio, nuestros tres días de navegación fueron apacibles, a excepción de uno algo agitado. La moderna tecnología meteorológica y los satélites permiten planificar la salida del buque para evitar lo peor del temporal. Dicho esto hay que matizar que las tormentas tienen márgenes imprevisibles y que algunos barcos carecen de flexibilidad en la fecha de zarpar.

Otro de los mitos que vimos caer fue el del frío. En las cinco semanas que estuvimos en las islas Shetland del Sur la temperatura osciló entre los 2ºC y los -5ºC, con una sensación térmica de -10ºC cuando soplaba el viento. Se puede culpar de ello al cambio climático, pero hay que ser prudentes. Este año fue cálido y con poca nieve, pero el año pasado fue todo lo contrario. El cambio climático no es la explicación para todo ni, como nos enfatizaron los investigadores Manuel Lastra y Jesús Troncoso, debe ser nuestra única preocupación obsesiva; la naturaleza y nuestra propia supervivencia se enfrentan a otras amenazas, por ejemplo, la degradación de los litorales.

Lo realmente duro es que el clima antártico cambia de improviso. Una mañana soleada puede transformarse en una tarde tormentosa con vientos de 80Km/h, como vivimos en un par de ocasiones. El peligro no reside en las condiciones extremas sino en una mala planificación. Por supuesto, el invierno austral sigue siendo aterrador, pero ir en invierno a la Antártida es como descender al cráter de un volcán en plena erupción... solo vas si tienes un motivo científico de peso.

Otros mitos no han desaparecido, se han transformado. Por ejemplo, la exploración de la superficie de la Antártida ya no tiene el componente de descubrimiento de hace dos siglos. Como en el resto del planeta la nueva frontera son los fondos marinos. En el caso de la Antártida el desconocimiento es tal que los investigadores no tienen tiempo de identificar todas las especies nuevas que encuentran.

En nuestra confrontación del espíritu antártico con la realidad tuvimos la oportunidad de entrevistar a científicos, jefes de base de diferentes países, turistas, y sobre todo, verlo por nosotros mismos. Pero me temo que me quedo sin espacio en este artículo y solo puedo invitaros a que veáis nuestra película o compréis el libro que editaremos el próximo invierno.

Turismo polar

La Antártida recibe cada año la visita de 40.000 turistas y es una industria pujante. No hablamos de aguerridos aventureros sino de jubilados en pos del viaje de su vida. Por siete mil euros puedes encontrar un pasaje en un barco, así que económicamente tampoco resulta prohibitivo –la oferta varía, los hay de 20.000 euros, según el lujo deseado-. Ni que decir tiene que este turismo preocupa a los científicos y a los ecologistas, por el impacto que pueda tener en el ecosistema. Según nos explicó el investigador Javier Benayas, el 40% de los turistas se concentran en solo diez lugares, la mayoría en la Península Antártica. Su trasiego degrada el suelo, puede estresar a los animales e introducir especies invasoras (semillas, animales microscópicos). Sin embargo, según Javier Benayas, el turismo aún no está teniendo un impacto grave, aunque es imprescindible regularlo y mantenerse alerta.

Un mensaje de otro planeta