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el mar nunca antes
 
Ilustración Giulia Sagramola
 
Se cuenta que antaño un pirata que batía las costas naufragó y fue a dar de bruces a una playa. Despertose aquel al poco, y vio que nada quedaba de su barco ni de su tripulación. El pirata vagó pues por aquella costa sin ver más que hierbas ralas y acantilados y tierras baldías como nunca había visto hasta que, cansado de no encontrar población que le diera asilo, adentrose en el desierto. 
 
De su travesía por el desierto poco se sabe, si acaso duró días o semanas. Lo que sí se sabe es que tras mucho andar llegó hasta una ciudad que allí había, olvidada de los siglos, de altas murallas y casas de adobe y barro, y en la que sus habitantes decían que habitaba un rey que era piadoso y bueno, honrado y dado al perdón y la clemencia, aunque nunca habíanle visto. 
 
Fue allí donde dio el pirata con sus huesos, andrajoso como un mendigo, y como tenía hambre y sed, adentrose en la primera taberna que hubo de encontrar. Comió y bebió y saciose al gusto, mas a la hora de pagar diose cuenta de que no le quedaba moneda alguna de sus pirateos, pues había perdido el saquito donde amarraba los dineros. Agobiado pero no falto de recursos, comenzó a narrarle su triste historia al tabernero. Hablole así de los mares en los que había realizado sus fechorías, y de los misterios que en aquellos habitaban, y como viera que el tabernero se emocionaba con su narración y viera, que nada sabían en aquellas tierras de mar alguno y que jamás lo habían visto u olido, el pirata dio por pagada la cena con historias y el tabernero estuvo de acuerdo en ello.
 
No tardó pues el pirata en comenzar a hacer de aquel su negocio y andábase por las calles narrando sus venturas y desventuras, y los ciudadanos de aquel lugar deleitábanse de tal modo, que no tenían reparo alguno en pagar monedas por el lujo. En tanto, enterose el Rey de que un forastero andaba por sus calles contando maravillas sobre algo llamado mar, y que estaba lleno de misterios. Y por ello mandó apresar al pirata y llevole ante él y así le dijo:
 
-Si crees que puedes arrebatarle el oro a mis ciudadanos con tus historias inventadas, habrás de mostrarme de aquí a mañana ese mar tuyo, o al alba habrás de morir por embaucador.
 
Por aquellas palabras pasó la noche muy inquieto el pirata, ya que no se le ocurría modo alguno de traer el mar hasta las mismísimas babuchas del monarca. Luego surgió el alba y el pirata fue llevado ante el Rey y el Rey díjole:
-Bien. Aquí estamos nosotros. ¿Y dónde está el mar ese tuyo del que tanto hablas? 
 
El pirata pidió entonces permiso para coger uno de los cascos de los soldados y dándole la vuelta fue hasta una fuente que regaba el palacio y vertió allí dentro un buen chorro de agua fresca. Presentole aquello al Rey, justo bajo sus babuchas, y díjole: 
-Aquí está pues su mar, Alteza. Como ve lleno de agua. 
 
El Rey miró aquello y bramó:
-¿Crees acaso que soy un necio? Esto no es mucho más que una jarra de agua, y el mar del que yo he escuchado es grande y lleno de misterios, está plagado de bestias y tesoros y por él van los hombres a lomos de flotantes artilugios.
 
Y el pirata respondiole:
-Puede ser que eso hayáis oído alteza. Mas yo también he escuchado de vuestra piedad y de vuestra clemencia y honradez, y ahora que me hayo aquí, bajo pena de muerte, esas palabras escuchadas se parecen tanto a la realidad como el mar del que vuecencia escuchó hablar, a este otro que yo le traigo.
 
Y el Rey quedose en silencio, y al final con una gran risotada hubo de aceptar la lógica del pirata. Y lo perdonó, diciéndole: 
-Tendrás mi perdón, pero para ello habrás de hablar de cuánto has visto y pasado en mi castillo, del mismo modo del que hablas de ese mar tuyo que nadie antes vio u olió.
 
Y aceptó el pirata. Y habló pues maravillas del Rey ignoto y del palacio y de sus secretos, y fue por ello que aún hoy se recuerda a aquel como el mejor monarca de la antigua ciudad perdida en el desierto, aunque ya nadie recuerde al pirata y, el mar del que tanto hablara entonces, haya caído también en el olvido.   

Guillermo Rodríguez. El mar nunca antes