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LA ANTIGUA PIEL 
de los mercados
Por Ignacio Vleming
 
Decía el escritor Ernst Jünger que para conocer una ciudad hay que visitar tanto sus mercados, como sus cementerios. Esta vez nosotros nos quedamos con la primera recomendación y, a tenor de lo mucho que han cambiado en las últimas décadas, podemos confirmar que Madrid es hoy un lugar totalmente distinto del que fue
 
Debe reconocerse que ha habido una pérdida arquitectónica irreparable. Donde ahora se levantan los destartalados mercados de la Cebada y de los Mostenses hubo sendas estructuras de cristal y hierro similares al también desaparecido mercado de Les Halles, en París. Este último fue bautizado por Emile Zola como El vientre de París, en alusión a lo que realmente es un mercado, es decir las tripas de una ciudad. Ante estas ausencias podríamos añadir que Madrid ha sufrido una complicada operación de estómago de la que poco a poco está saliendo.  
 
El Mercado de los Mostenses desapareció en 1925 a causa de la continuación de la Gran Vía. Como se canta y se cuenta en la zarzuela homónima de Federico Chueca y Joaquín Valverde no todos los madrileños veían con buenos ojos la apertura de esta avenida que se llevó por delante algunas calles y numerosos edificios, entre los que se encontraba aquel soberbio ejemplo de la arquitectura industrial. Sustituido en la posguerra por una construcción modesta, hoy se ha convertido en un sitio de referencia para adquirir productos alimenticios propios de América y Asia.     
 
La suerte del Mercado de la Cebada fue la misma. El paisaje urbano todavía echa en falta la antigua estructura de metal, pero creemos que es necesario reivindicar la belleza de las seis bóvedas de hormigón que cubren la obra de Garcia de Arangoa, Herrero Palacios y Martínez Cubells y que BoaMistura ha sabido dotar de un nuevo valor pintándolas de colores. Desde el cielo parece una mezquita y, aunque en origen fue el mercado central de la ciudad, lleva años esperando una reforma
 
Muy pocos saben que el primer mercado cubierto de Madrid no fue ninguno de los mencionados hasta hora, sino el de San Ildefonso, donde Pérez Galdós ambientó algunos pasajes de su novela Fortunata y Jacinta. Fue demolido en 1970 para dejar paso a la plaza de igual nombre.
 
Otra plaza que surge del derribo de un mercado es la de Olavide, donde se levantaba una de las muestras más sobresalientes del racionalismo madrileño. A su autor, el arquitecto Francisco Javier Ferrero, también se deben el Mercado Central de Frutas y Verduras de Legazpi, en proceso de transformación para acoger dependencias municipales, y el Mercado Central de Pescados de Puerta de Toledo, que ahora es aulario de la Universidad Carlos III. Ambos estuvieron en funcionamiento hasta la creación de Mercamadrid, el mercado de los mercados, en los ochenta. Pese a que hoy no tengan el uso para el que fueron construidos, al menos se han salvado de la piqueta. 
 
Como también lo han hecho el de Vallehermoso, de 1933, o el de San Miguel, de 1912, fotografiado cada día por los turistas que lo han convertido en uno centro de peregrinación.   

La antigua piel de los mercados