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foto - javier agustí

Broken broker

Siempre se extinguen los demás. Eso pensaba cuando la máquina expendedora me decía con suave voz pregrabada: “Su tabaco, gracias”. Me enamoraba. La prefería a la vieja del estanco, que nunca saludaba y siempre quería engañar con el cambio. Cuando aquella bruja estiró la pata, sustituyeron la expendeduría de tabaco y timbre por un cine-bank que despacha películas porno sin tener que pedírselas a un empleado. Es el progreso. ¿Y qué me decís de los condones? ¿Acaso no es mejor comprarlos en la intimidad de un baño de gasolinera que en una atestada farmacia de barrio?
Siempre me gustó la cafetera a monedas de la oficina. Largo, corto, con leche, doble de azúcar. No necesita propinas para trabajar cada día con idéntica diligencia. ¿Quieres gasolina? Coges la manguera y llenas el depósito hasta donde te dé la gana. ¿Y las gestiones con el operador de telefonía móvil? Qué delicia tratar con programas de reconocimiento de voz. Adoro los automatismos cibernéticos. Odio cuando se termina su recorrido. Ahí empieza lo malo, porque entonces te pasan con algún inepto de call-center situado en algún suburbio extranjero. Ese último espécimen desganado, ese eslabón débil e incapaz es el freno de la modernidad. Normal, es inútil, humano, obsoleto.
A mi alrededor, toda una constelación de viejas profesiones era fulminada, sustituida, mejorada por cables y circuitos, grabaciones inteligentes y películas interactivas. Me gustaba. El ticket de Metro, mejor en la máquina. El peaje en la autopista, por el solitario arco de las tarjetas de crédito. La gente es lenta y complicada. Odio las complicaciones. Los billetes de avión, ¿para qué una agencia si puedo elegir itinerario, tarifa y asiento desde mi propia casa? Incluso la presencia inquietante del afilador desaparecía. Los cuchillos ya no se afilan. Si se embotan, se compra un juego nuevo por teléfono.
En mi trabajo yo tampoco necesitaba personas. Trasladar dinero virtual de un sitio a otro no requería humanos, clientes, usuarios o trabajadores. Sólo se necesitaba fe. Fe en la Fe. Las fábricas ya no existían, existía la promesa bursátil de crear la ilusión de una fábrica. Los obreros no eran sino variables luminosas en mi ordenador. Con una pantalla, un teclado y un ratón, cada día movía cantidades elefantiásicas de capitales intangibles, opciones sobre materias primas, derivados, swaps y futuros sobre futuros que cruzaban el olímpico universo de un mercado sin puertas, paredes o suelos que pisar. Yo era Dios. Todo era perfecto en mi omnisciente soledad de gestor de inversiones. Todo. Como un dulce sueño de cristal. Hasta que sin saber por qué, el sueño se desvaneció y el polvo masticable se nos coló en la pulcra oficina del piso treinta y tres.
Siempre se extinguen los demás. Al menos eso pensaba yo. Pero ahora no encuentro nadie que quiera cargar con mis cajas de cartón. Dicen que ya no se acepta mi invisible dinero de plástico. Que se ha extinguido, como los dinosaurios o los brokers de los pisos altos.

Txt: Miquel Silvestre
Foto: Javier AgustÍ

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